¿Desde cuando se celebran?, no se
sabe. Pero lo que sí sabemos es que la guerra de 1936 marcó el inicio de un
paréntesis de más de cuarenta años en los que doña Cuaresma no fue previamente
anunciada por don Carnal; a diferencia de otros muchos pueblos no hubo
propiamente una suspensión tras la guerra. No se prohibieron en Burgui los
carnavales, pero sí se prohibió taparse la cara, y durante todo ese tiempo sin
duda no fueron lo mismo.
Las ordenanzas de 1879, que se
conservan en el Archivo Municipal, aplicaban para las carnestolendas de esta
villa una normativa amplia y clara: “En
los días de Carnaval se permitirá andar por las calles con disfraz, careta o
máscara; pero se prohíbe llevar la cara cubierta después del toque de oraciones
de la tarde”. Esta misma ordenanza prohibía también “los trajes que imiten la Magistratura , los hábitos religiosos, o los de
las órdenes militares. La autoridad municipal tenía potestad para obligar a
quitarse la careta, si entendía que era necesario.
En el año 1923 un bando municipal
prohibía a los enmascarados pronunciar discursos
políticos o sátiras punzantes; o arrojarse de unas personas a otras agua,
líquidos, pinturas..., o gritar y vociferar a partir de las 10 de la noche.
Sábado de Carnaval
Lamentablemente no es mucho lo que
sabemos de aquellos carnavales de antaño. Sí que sabemos que mientras en otros
pueblos del valle los carnavales se celebraban los tres jueves previos al
Miércoles de Ceniza, en Burgui comenzaban el sábado anterior a ese mencionado
miércoles.
El personaje emblemático por
excelencia era el zipotero;
se llamaba así a cualquiera que fuese disfrazado, pero el requisito
indispensable era cubrir la cara con una máscara, que normalmente era de cartón
o de tela. Los zipoteros que salían el sábado a la tarde,
armados con un palo, solían ser muchachos con una edad que oscilaba entre los
14 y los 16 años. Les gustaba perseguir a los niños, azuzándoles con el palo;
pero estos no paraban de gritarles aquello de “Zipotero,
morros de puchero, y si no me das el gorro, te encorro”, o aquella otra
letrilla que decía “triko
trako, una abarca y un zapato”.
Domingo de Carnaval
Una cosa no estaba reñida con la
otra. Lo primero era la misa mayor, a la que acudía la mayoría de los vecinos;
finalizada la ceremonia religiosa era el momento de que los mozos se reuniesen
en cuadrillas, algunos de ellos disfrazados. A partir de ese momento cada una
de las cuadrillas se buscaba un sitio en el que estar, bien fuese una casa, un
pajar…; y allí, al ritmo de la guitarra, bandurria, acordeón, o de otros
instrumentos musicales, se improvisaba un baile entre chicos y chicas.
Lo curioso es que después las chicas
se retiraban a su casa, mientras que ellos se sentaban juntos a comer en la
denominada casa de la
cuadrilla, con abundante comida (cabrito, cordero, ternasco, ajoarriero,
etc.) y abundante bebida (vino, café, coñac, anís, etc.).
Pero el momento de disfrazarse era
por la tarde. Después de la sobremesa algunos acudían a prepararse a su casa,
otros lo hacían en cuadrilla. Y es así como los zipoteros tomaban la calle. Ellas, las chicas,
eran poco dadas a las excentricidades; solían disfrazarse, pero con elegancia,
de ahí que se les llamase madamas.
Era frecuente ver también a algunos hombres vestidos de elegantes damas, esos
eran los madamos. Tanto
ellas como ellos vestían totalmente de blanco; falda, blusa, medias, zapatos…
todo blanco; en la cabeza un sombrero de paja cubierto con unos paños blancos.
Algo muy propio de Burgui, y que
también se daba en el resto del valle, era la afición por representar escenas
agrícolas. Raro era el carnaval en el que no se viese a dos caballerías, o
bueyes (dos mozos atados entre sí con una cuerda, como si fuesen juñidos, y con un trapo
colgando al cuello, a modo de collerón),
arrastrando un arado que era conducido por un arriero. A su lado nunca faltaba
otro zipotero que hacía de “asementador”, solo que
en lugar de simiente echaba a
bautizo (echar a voleo
excrementos de cabra, o cacalotes,
pintados con cal, que iba sacando de una alforja. A veces el “asementador”
llevaba también un pequeño caldero lleno de otro tipo de excrementos, pero
cubriendo la capa superior con cacalotes de cabra, de tal forma que en su
actuación callejera dejaba el caldero en el suelo, y de su alforja sacaba cacalotes arrojándolos a la gente, y nunca
faltaba algún “listo” que, con ánimo de venganza, aprovechaba el “despiste” del zipotero para correr hacia su caldero e
introducir en él la mano creyendo que allí llevaba solo las cagarrutas de las ovejas, pero aquella mano de
inmediato quedaba embadurnada de… ¡excremento humano!.
Otros no eran tan brutos, aunque
hacían algo similar; llenaban un caldero con ceniza y agua, creando una masa
espesa y viscosa, sobre ella colocaban una fina capa de excrementos de oveja
tintados con cal, de tal manera que con la poca luz del atardecer simulaban ser
almendras, y cuando alguien iba a coger las almendras que se le ofrecían, en el
momento de cogerlas levantaban el caldero haciendo que la mano se hundiese en
ese fango de ceniza y agua que ocultaban las “almendras”.
El zipotero más típico era el que se disfrazaba de
anciana, con su chambra,
su falda, sus alpargatas, y siempre una careta.
Por lo demás, el zipotero solía vestir con ropas viejas,
pantalones blancos o de flores, un saco viejo de arpillera a modo de jersey,
una cesta vieja en la cabeza, la cara tapada, y en la mano una vejiga de cerdo,
símbolo de fertilidad.
Lunes y Martes de Carnaval
El lunes y el martes previos al
Miércoles de Ceniza se reproducían las mismas escenas que el domingo. Estos dos
días la gente mayor, o al menos los casados, se involucraban más. Por la mañana
se hacía la denominada Ronda
de los Casados, en donde ellos iban de casa en casa formando una animada
comitiva musical en la que se veían instrumentos como la pandereta, el
triángulo, laúd, requinto (una guitarra pequeña, en Salvatierra guitarrico), bandurria,
guitarra, y las famosas castañuelas, que en Burgui se hacían estas con dos
piedras de río, planas, que se ponían entre los dedos y se les hacía sonar con
gran habilidad.
Al anochecer las calabazas adquirían
también su protagonismo. Vacías, con ojos y boca, y una vela en su interior,
decoraban algunas ventanas. Mientras tanto no faltaban zipoteros que, con unos zancos en los pies,
recorrían las calles con nocturnidad apoderándose de todas las reservas
alimenticias que fresqueaban en las ventanas, incluso entraban en los corrales
a por huevos, ¡y a por gallinas algunos!. Con todo lo arramplado hacían después buena cena. Era
carnaval, y esto lo justificaba todo.
El carnaval de Burgui tenía su
canción de despedida, no muy diferente a la empleada en otros pueblos del
valle, pero adaptada. Decía así: “Si
de mi dependiera, yo lo había de arreglar, con siete meses de San Pedro, y
cinco de Carnaval”.
Los últimos testimonios
En el año 2001 el colectivo Kebenko
editó un folleto sobre los carnavales del valle de Roncal. En el caso de Burgui
se apoyaron en los testimonios de Pedro Baines, de Carlos Zabalza (entonces con
87 años), y de un tal Babil (entonces con 94 años).
Entre los años 2006 y 2009 la
asociación cultural La Kukula, a través de las entrevistas realizadas, ha
recogido testimonios del carnaval de varios vecinos de esta localidad, quienes
a través de sus recuerdos nos permiten hacernos una idea de lo que pudieron ser
los carnavales de Burgui en el siglo XX.
Cirila Garate Ustés
(1907) recordaba que en Burgui se vestían de cipoteros,
con tela de saco y sombrero de paja. Iban por las casas pidiendo, y cada vecino
les daba lo que buenamente podía. Les gritábamos “cipotero, morro de puchero”.
Josefa Urzainqui Sanz
(1921) rememoraba: “Iban los mozos disfrazados con caretas, y llevaban escobas ‘mascaradas’. Las chicas, perseguidas por ellos, corrían a casa a
encerrarse. Los carnavales eran muy sucios”.
Simeón Palacios Garate (1934)
manifestó durante la entrevista que él recordaba que en Burgui duraban estas celebraciones
tres días, concretamente los tres días anteriores al Miércoles de Ceniza
(domingo, lunes y martes). “Solía venir
un acordeonista de Jaurrieta; y los mozos se disfrazaban como si fuesen
espantapájaros, con sombrero de paja y telas de saco, u otras ropas viejas.
Después de la guerra civil (1936-1939) los curas
no dejaban que los mozos se tapasen la cara”.
Hilario Glaría Urzainqui
(1936) contaba que en Burgui,
a diferencia de otros sitios, no se han prohibido nunca. Siempre se han
celebrado. Los mozos salían con bandurrias; había baile en lo de Ayerra, en el
salón; y años atrás el baile se hacía en la carretera.
Los días de carnaval eran los tres
anteriores al Miércoles de Ceniza (domingo, lunes y martes). El martes, que era
cuando acababan, era fiesta para todo el pueblo; no se trabajaba ese día. Se
iba de ronda por las calles, muchos iban con la cara un poco pintada.
Los niños cantaban:
Cipotero,
morros de puchero,
si no me das el gorro,
te encorro.
Otra canción era:
E, e, e,
caraza, maraza,
llevas las tripas
de calabaza.
Y otra:
Poco puedes,
menos vales,
rompe esquinas,
por las calles.
Miguel Aznárez Lus (1965) recordaba que cuando él era
niño, antes de morir Franco, “no se
celebraban los carnavales, pero por llevar un poco la contraria al cura,
algunos nos pintábamos bigotes y barba con corcho quemado, y al día siguiente
teníamos que ir a confesar el ‘pecado’ con don Marcelino”.
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